En la dimensión genealógica del ensayo, la invención del smartphone marca el fin de la revolución digital –y el inicio, en consecuencia, de la transformación digital del mundo –, representando “el primer objeto que generalizará, a largo plazo, el fenómeno de la realidad aumentada”, que induce un doble régimen de percepción: aquel aprehendido por nuestros sentidos y aquel alimentado por una miríada de servidores (que interactúan con los primeros a través de interfaces, influyéndose mutuamente)
Evocando la “personalidad” de la supercomputadora HAL 9000 de la película 2001: Odisea en el Espacio (Stanley Kubrick, 1968), que funge como metáfora para su planteamiento, el ensayista y filósofo francés Éric Sadin, uno de los grandes nombres en la investigación de lo que se ha venido a llamar “subjetividad digital”, lleva a cabo en La humanidad aumentada: La administración digital del mundo (Editorial Caja Negra, 2017, Premio Hub al ensayo más influyente sobre lo digital) una genealogía y caracterización de la técnica contemporánea, y en particular de la inteligencia de la técnica.
No está de más recordar que la técnica (techné) es una categoría fundamental dentro de la filosofía homónima (philosophy of technology, en inglés) que involucra una serie de fenómenos que se dan en la interacción entre el ser humano y las cosas del mundo. Esta relación da origen, a través del atractivo del objeto y la manipulación humana consiguiente, a ciertas formas estructuradas, materiales (como un iPhone) o inmateriales (como una fórmula econométrica), en principio artificiales, pero que poco a poco van ganando terreno en la realidad considerada “natural” hasta erigirse en una especie de leviatán ante el cual nos cabe la pregunta: ¿tenemos las riendas de esta criatura forjada (el sistema), o bien, habitamos en sus entrañas de silicio y nos sometemos sin darnos cuenta a sus prescripciones?
La aumentación a la que se refiere el título de la obra señala, por un lado, la naturaleza que tendría la inteligencia de la técnica, pues lejos de la vocación originaria de los teóricos de la inteligencia artificial (IA) –hoy la variante más representativa de la inteligencia emergente –que concebían ésta como émulo de la inteligencia humana, aquella ostenta una estructura altamente fragmentada (se realiza en la sinergia de pequeñas unidades que operan en dominios bien acotados de la realidad) y su impacto, sin embargo, afecta globalmente a los seres y las cosas. (Asimilada neurobiológicamente, en contraste, la inteligencia humana está basada en redes neuronales y aun un grupo de humanos federados probablemente nunca conseguiría equiparar la precisión y velocidad inferenciales de su pretendida sustituta.)
Una expresión tecnológica de este tipo de inteligencia desperdigada lo constituyen un sensor de temperatura, una cámara de reconocimiento biométrico y un software que procese la data recopilada por ambos dispositivos, los cuales podrían componer, bajo cierta configuración, un sistema inteligente que correlacionara el estado de ánimo (las expresiones faciales capturadas por el lente de la cámara) con la temperatura ambiental. No hay que olvidar en todo caso, asevera Sadin, que el tipo técnico de intuición está basado en “percepciones colectivas e individuales basadas sin cesar en procesos estimativos fácticos [matemático-binarios] incapaces de aprender plenamente la verdad multiestratificada de nuestras realidades”; lo que consiguen aprehender, por lo demás, lo hacen con un alcance tal que excede con creces nuestros límites humanos.